sábado, 10 de noviembre de 2012

Ay Dios Mio.

Estaban en la tierra el hombre que creía en Dios, y el que no creía. En distintas circunstancias y con intrascendencias geográficas de por medio, pasaban ambos por momentos difíciles de pena sin gloria, ni nada que se le parezca. Desdichados hasta en la forma en que el dolor se presentaba ante ellos.
El hombre que creía en Dios, mantuvo con la fe la llama de la esperanza. La certeza en la plegaria con palabras de primeros auxilios que le había regalado una cultura como tantas otras. No pasaba momento sin rezo, sin agradecimiento divino; agradecimiento vacuo porque sabía que todo lo suyo ya era nada, y la nada angustia, y la angustia llanto, depresión, malestar. Pero creía. Creía que Dios estaba ahí y lo bueno vendría, anunciado o no, en hecho o palabra. Algo divino pasaría, y estaba agradecido de estar agradeciendo algo que simplemente no pasaba.
El hombre que no creía en Dios no creía en Dios ni en nada. Tenía fe, pero era distinta a la del hombre que creía. Tenía fe en que todo estaba perdido. Creía en nadie. Ni siquiera en él creía. No tenía ni imagen ni semejanza. No tenía nada. Y se revolcaba en su miseria solo, con la única esperanza de morir y apagarse de verdad, porque sentía que hasta su inexistencia era falsa. Y le dolía. Y no hay cosa peor que ser sin ser.
Uno con el rosario en la mano, y el otro con la ginebra. Los dos murieron en la misma soledad física. Y sin embargo fueron ellos, con su muerte y su vida, los que le dieron existencia a Dios. No era importante que uno repitiera palabras como un loro, y el otro se revolcara en sus gemidos. Sus vidas terminaron porque tenían que terminar. Porque morirse era lo más natural que podía pasarle a dos seres vivos. De morirse se trata la vida.
Pero Dios existe, y si existe es gracias a estas dos personas, que en abstracto dejan de ser dos y somos todos. Dios existe porque algunos creen y otros no. Porque si todos creyeran en Él, se daría tan por sentado que existe que pasaría a ser cómo respirar. Una constante sin dinámicas. Uno no cree en su respiración. Simplemente respira.
Y si nadie creyera en Él, ni siquiera existiría su inexistencia.
Por eso, estas dos personas, y todas las personas somos igual de importantes. Porque en la dinámica del opuesto nace la fuerza. La fuerza que magnificada y multiplicada por miles de millones de creyentes y no creyentes generan la confortable idea de un Dios. El Dios indiscutible que es omnipresente. Y si algo tan desorbitante, como todo el mundo generando una misma idea puede pasar; si un sistema tan complejo puede funcionar a la vez de una manera tan simple, quién más que Dios puede ser, el que en un ida y vuelta de responsabilidades existenciales, exista, gracias al hombre, de una manera discutible.

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